martes, 25 de junio de 2013

Turquía, Brasil y sus protestas: seis sorpresas

Los movimientos de protesta que florecen en el planeta comparten algunas características


Primero fue Túnez, luego Chile y Turquía. Y ahora Brasil. ¿Qué tienen en común las protestas callejeras en países tan diferentes? Varias cosas… y todas sorprendentes.
1. Pequeños incidentes que se hacen grandes. En todos los casos, las protestas comenzaron con acontecimientos localizados que, inesperadamente, se convierten en un movimiento nacional. En Túnez, todo empezó cuando un joven vendedor ambulante de frutas no pudo soportar más el abuso de las autoridades y se inmoló prendiéndose fuego. En Chile fueron los costes de las universidades. En Turquía, un parque y en Brasil, la tarifa de los autobuses. Para sorpresa de los propios manifestantes —y de los Gobiernos— esas quejas específicas encontraron eco en la población y se transformaron en protestas generalizadas sobre cuestiones como la corrupción, la desigualdad, el alto costo de la vida o la arbitrariedad de las autoridades que actúan sin tomar en cuenta el sentir ciudadano.
2. Los Gobiernos reaccionan mal. Ninguno de los Gobiernos de los países donde han estallado estas protestas fue capaz de anticiparlas. Al principio tampoco entendieron su naturaleza ni estaban preparados para afrontarlas eficazmente. La reacción común ha sido mandar a los agentes antidisturbios a disolver las manifestaciones. Algunos Gobiernos van más allá y optan por sacar al Ejército a la calle. Los excesos de la policía o los militares agravan aún más la situación.
La principal sorpresa de estas protestas callejeras es que ocurren en países económicamente exitosos
3. Las protestas no tienen líderes ni cadena de mando. Las movilizaciones rara vez tienen una estructura organizativa o líderes claramente definidos.
Eventualmente destacan algunos de quienes protestan, y son designados por los demás —o identificados por los periodistas— como los portavoces. Pero estos movimientos —organizados espontáneamente a través de redes sociales y mensajes de texto— ni tienen jefes formales ni una jerarquía de mando tradicional.
4. No hay con quién negociar ni a quién encarcelar. La naturaleza informal, espontánea, colectiva y caótica de las protestas confunde a los Gobiernos. ¿Con quién negociar? ¿A quién hacerle concesiones para aplacar la ira en las calles? ¿Cómo saber si quienes aparecen como líderes realmente tienen la capacidad de representar y comprometer al resto?
5. Es imposible pronosticar las consecuencias de las protestas. Ningún experto previó la primavera árabe. Hasta poco antes de su súbita defenestración, Ben Ali, Gadafi o Mubarak eran tratados por analistas, servicios de inteligencia y medios de comunicación como líderes intocables, cuya permanencia en el poder daban por segura. Al día siguiente, esos mismos expertos explicaban por qué la caída de esos dictadores era inevitable. De la misma manera que no se supo por qué ni cuándo comienzan las protestas, tampoco se sabrá cómo y cuándo terminan, y cuáles serán sus efectos. En algunos países no han tenido mayores consecuencias o solo han resultado en reformas menores. En otros, las movilizaciones han derrocado Gobiernos. Este último no será el caso en Brasil, Chile o Turquía. Pero no hay duda de que el clima político países ya no es el mismo.
6. La prosperidad no compra estabilidad. La principal sorpresa de estas protestas callejeras es que ocurren en países económicamente exitosos. La economía de Túnez ha sido la mejor de África del Norte. Chile se pone como ejemplo mundial de que el desarrollo es posible. En los últimos años se ha vuelto un lugar común calificar a Turquía de “milagro económico”. Y Brasil no solo ha sacado a millones de personas de la pobreza, sino que incluso ha logrado la hazaña de disminuir su desigualdad. Todos ellos tienen hoy una clase media más numerosa que nunca. ¿Y entonces? ¿Por qué tomar la calle para protestar en vez de celebrar? La respuesta está en un libro que el politólogo estadounidense Samuel Huntington publicó en 1968: El orden político en las sociedades en cambio. Su tesis es que en las sociedades que experimentan transformaciones rápidas, la demanda de servicios públicos crece a mayor velocidad que la capacidad de los Gobiernos para satisfacerla. Esta es la brecha que saca a la gente a la calle a protestar contra el Gobierno. Y que alienta otras muy justificadas protestas: el costo prohibitivo de la educación superior en Chile, el autoritarismo de Erdogan en Turquía o la impunidad de los corruptos en Brasil. Seguramente, en estos países las protestas van a amainar. Pero eso no quiere decir que sus causas vayan a desaparecer. La brecha de Huntington es insalvable.
Y esa brecha, que produce turbulencias políticas, también puede ser transformada en una positiva fuerza que impulsa el progreso.
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Washington y Moscú rememoran la guerra fría

La actitud de Putin confirma los peores augurios sobre las tensiones bilaterales y pone en evidencia la debilidad de Obama

Barack Obama y Vladimir Putin, en el G8 / KEVIN LAMARQUE (REUTERS)

Tensos y con caras de malas pulgas, Barack Obama y Vladimir Putin dejaron en evidencia ante el mundo en su encuentro de la semana pasada en Irlanda del Norte que no son, precisamente, grandes amigos. El caso Snowden podría elevar esa pobre comunicación personal a la categoría de un serio enfrentamiento diplomático entre las dos grandes potencias nucleares, rememorando momentos de la Guerra Fría que parecían superados.
La negativa de Putin a detener al contratista de la NSA que desveló los programas secretos de vigilancia de EE UU ha sido una verdadera bofetada en el rostro de la Administración norteamericana, que horas antes había advertido a Moscú que no le permitiera escapar. El secretario de Estado, John Kerry, pidió al Gobierno ruso que se comportara “de acuerdo a las reglas de la ley, en beneficio de todos”, y le recordó que, en los últimos dos años, EE UU le ha entregado a Rusia siete personas reclamadas por la justicia de ese país.
Aunque escudado en el hecho de que Snowden no ha cruzado técnicamente la frontera rusa –estuvo, al parecer, en la zona de tránsito del aeropuerto de Moscú- y en que no existe un tratado de extradición de su país con EE UU, Putin no ha dejado pasar esta excelente oportunidad de mandarle un mensaje a Obama sobre su concepción de las relaciones bilaterales.
Después de rebatir la política de Obama en Siria, en Irán y en lo que concierne a la seguridad de Europa, Putin le niega a su colega norteamericano incluso un pequeño gesto conciliador en el que no hay claros intereses rusos en juego. Si se admite que, teniendo en cuenta el estado de la libertad de expresión en Rusia, la decisión de Putin no está movida por su amor a esa causa, habría que deducir que su intención es la de meterle el dedo en el ojo a su rival y plantear las relaciones con Washington desde una posición de fuerza.
Eso confirma las peores sospechas en EE UU de que el regreso de Putin al Kremlin sería motivo de tensiones y de inestabilidad internacional. En cuanto a este último aspecto, el caso Snowden aleja, probablemente, el acuerdo de desarme nuclear propuesto por Obama en Berlín, así como la solución de otras crisis existentes o por venir.
Pero el efecto inmediato del libre tránsito ofrecido a Snowden en Moscú es que deja al descubierto la ausencia de instrumentos de presión que EE UU tiene hoy sobre Rusia, por no mencionar el golpe que esto representa para la diplomacia dialogante de Obama, a quien sus rivales políticos en EE UU acusan ya de una alarmante debilidad.
Ahora que se alude al recuerdo de la Guerra Fría, algunos traen a la memoria que ese duelo lo ganó EE UU por la presión ejercida sobre la Unión Soviética por un presidente como Ronald Reagan, implacable contra el comunismo. Durante al menos la última década de aquel periodo, EE UU llevó la iniciativa y colocó a su enemigo contra las cuerdas.
Desde la caída del muro de Berlín, las dos naciones enfrentadas entonces dieron muchos pasos hacia la superación de esos tiempos y a la creación de un nuevo espacio de cooperación. Eso se fue más o menos cumpliendo hasta que Putin obtuvo el mando. Después, tras la victoria de Obama, éste prometió una reprogramación de las relaciones con Moscú, que se consiguió a medias durante la regencia de Dimitri Medvedev.
La coincidencia de Obama y Putin en la cúspide, que sólo lleva cinco meses de duración, ha dejado ya claro que la amistad va a ser imposible, la convivencia, difícil, y el conflicto, constante. Con ambos en la presidencia de sus respectivos países, se reúnen el extremo más nacionalista e intransigente de Rusia, con la versión más tolerante de la política exterior norteamericana. Da la impresión de que ambas cosas no combinan, y no es difícil anticipar que tendrá que ser Obama quien cambie de estrategia.
Los dos presidentes se volverán a encontrar varias veces el próximo mes de septiembre. Primero en Moscú, a donde Obama acudirá para la primera cumbre puramente bilateral. Después en San Petesburgo, donde ambos participarán en la cumbre del G-20. Rusia no tiene la influencia en los acontecimientos mundial que tiene hoy China. Pero conserva el mayor arsenal atómico y un peso suficiente como para que cualquier atisbo de enfrentamiento con EE UU resuene con alarma.


El átomo cuántico cumple 100 años

La revolución de la física de hace un siglo se ha convertido en recurso para

las nuevas tecnologías. Niels Bohr escribió sus tres artículos transgresores en 191


El físico atómico danés Niels Bohr, uno de los padres de la mecánica cuántica. / corbis

“El conocimiento verdadero y profundo es el de los átomos y el vacío, pues son ellos los que generan las apariencias, lo que percibimos, lo superficial”, decía Demócrito hace 2.400 años. Sin embargo, el átomo se empezó a entender solo hace 100 años, cuando fue protagonista de una de las mayores revoluciones científicas: la física cuántica. Toda la materia que nos envuelve está hecha de átomos; nuestro cuerpo contiene tantos átomos como estrellas se cree que hay en el universo. Hace un siglo, los físicos se enfrentaron al reto de descifrar la pieza fundamental que constituye la materia del universo.
A finales del siglo XIX, los átomos empezaron a dar algunas pistas sobre su naturaleza. Se observó que cuando un átomo acumula un exceso de energía emite luz de solo ciertos colores (frecuencias). En analogía con la música, el átomo sería como un piano que solo puede emitir los sonidos permitidos por sus teclas, pero no sonidos de una frecuencia intermedia, como lo puede hacer un violín. En 1897, J. J. Thomson demostró experimentalmente que el átomo no era indivisible, como dice su etimología, sino que contenía partículas ligerísimas de carga negativa, los electrones. Thomson modeló el átomo como una masa de carga positiva que tiene incrustados los electrones, como si de un bizcocho de pasas se tratara. Junto a su equipo calculó si la vibración de las pasas podía explicar la luz emitida por los átomos. No tuvo éxito, muy a su pesar.
Poco después, en 1911, Ernest Rutherford demostró que la masa de carga positiva del átomo está concentrada en su centro, descubriendo así su núcleo. Él modeló el átomo a imagen de un sistema planetario en el que los electrones son los planetas, y el núcleo el Sol. Pero ese modelo estaba en conflicto con un fenómeno básico en física: cuando la trayectoria de una partícula cargada, como el electrón, se curva, esta pierde energía mediante la emisión de radiación. Es como si la partícula derrapara al girar y perdiera velocidad. Un cálculo sencillo demuestra que los electrones pierden toda su energía, y en consecuencia el átomo debería colapsarse, en 0,00000001 segundos. Realmente no es así; de hecho los átomos que conforman nuestro cuerpo son los mismos que se crearon en el interior de estrellas hace miles de millones de años.
En 1900, el físico alemán Max Planck se enfrentaba a un fenómeno que estaba en total desacuerdo con la física clásica: el perfil de la gráfica de la radiación emitida por objetos a cierta temperatura. Planck propuso una solución desesperada, pero increíblemente acertada: la radiación no se emitía de forma continua, sino a través de pequeños paquetes de energía, los famosos cuantos de Planck. Y en 1905, Albert Einstein utilizó este hallazgo para explicar el efecto fotoeléctrico; fue su annus mirabilis en que conmocionó al mundo de la física con su teoría de la relatividad especial.
El científico danés mantuvo famosos debates con Einstein sobre esta materia
Eran tiempos en que el mar de la ciencia estaba muy revuelto; parecía que los pilares fundamentales de la física se derrumbaban. Frente a estas situaciones hay dos tipos de físicos, los conservadores, que se sienten angustiados, y los transgresores que se miden contra las olas y quieren que el mar no se calme. El físico danés Niels Bohr era de los valientes. En 1911 y con solo 26 años, Bohr fue a Inglaterra a trabajar, primero con el grupo de Thomson y después con Rutherford, que acababa de descubrir el núcleo del átomo. Bohr se preguntó: ¿cómo podemos explicar con la física clásica que un átomo emita luz en pequeños paquetes de energía?
En 1913, Bohr respondió a esta pregunta en tres artículos que describían su modelo del átomo, del que este año se celebra su centenario. El primero de ellos contenía la idea más transgresora: la energía de los electrones que orbitan alrededor del núcleo también viene dada en paquetes, es decir, está cuantizada. Con este supuesto y, dado que la energía del electrón depende de la distancia a la que orbita del núcleo, concluyó que el electrón solo puede orbitar a determinadas distancias, o niveles, del núcleo. Cuando un átomo gana energía, el electrón se desplaza hacia las órbitas más alejadas, y al perderla, salta de órbita en órbita, como si bajara los peldaños de una escalera. Estos saltos, que pueden ser de uno o varios escalones, emiten luz, fotones, cuya frecuencia es proporcional a la diferencia de energía que existe entre los dos niveles orbitales.
De esta manera, tan sencilla, Bohr consiguió explicar muchos de los experimentos sobre la emisión de luz de los átomos. No le importaba que los electrones derraparan al girar y perdieran energía, simplemente postuló que eso no sucedía en estas órbitas, ya que estas eran estables por alguna razón desconocida. El modelo, pese a sus limitaciones, explicaba muchos resultados de las líneas espectrales de los gases y del orden de los elementos en la tabla periódica. Hoy sabemos que el átomo de Bohr es demasiado simple, pero introduce rasgos importantes de la física atómica. Aunque al visualizar el mundo cuántico hay que ser siempre precavido, en el caso del átomo es más correcto imaginar los electrones, no como partículas, sino como nubes difusas alrededor del núcleo, cuya densidad en cada punto representa la probabilidad de encontrar el electrón en ese sitio.
Bohr fue un científico emblemático que aglutinó en su instituto a los mejores físicos cuánticos. Famosas fueron sus discusiones con Einstein sobre la interpretación de la física cuántica. En desacuerdo con él, Bohr creía que la naturaleza, en su expresión más íntima, está indeterminada, o sea, que sí juega a los dados. Y acertó.
Hoy, en numerosos laboratorios de todo el mundo, miles de físicos y físicas investigan y experimentan acerca de esos fenómenos cuánticos. Los átomos que Bohr imaginó hace 100 años se manipulan como si fueran marionetas: se atrapan individualmente con pinzas ópticas, se enfrían hasta casi el cero absoluto y se manejan sus estados internos con enorme precisión. Hace un siglo, la física cuántica estableció un nuevo paradigma y el conocimiento del átomo supuso un cambio revolucionario en la historia científica y tecnológica del mundo. Ahora, la física cuántica es un recurso sin precedentes para avanzar aún más en la nueva tecnología: desde construir relojes atómicos ultraprecisos o encriptar información muy sensible de manera absolutamente segura, hasta el desarrollo lejano, pero alcanzable, del ordenador cuántico capaz de cálculos hoy día difíciles de imaginar.